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¡Dios ha muerto! (Y se llama Maradona)

251 PABLOY sí, Dios ha muerto. Ya lo proclamaba Nietzsche en su famoso “Así habló Zaratustra”, y también ese marino heleno al grito de: ¡el gran Pan ha muerto!

Hay seres humanos en abundancia en esta tierra, pero cada tanto un dios se encarna, a veces por un rato, a veces por toda una existencia, y cuando lo hace nos conmueve, nos fascina, nos trastoca toda cordura y nos lleva a un éxtasis impensable otrora.

Los dioses nos rodean, ya lo decía Jung, el suizo que nos proponía dejar a un lado a la hegemónica razón y entrar en el paralelo y más amplio mundo de la imaginación; imaginación sí, pero no ilusión como pensaban los crudos ingleses, aquellos empiristas que en el árbol veían simplemente un vegetal.

Pero los soñadores como Blake, Swedenborg y el zapatero remendón de Jakob Böhme nos invitan a entrar al mundo imaginal, a aquel que se supone que no existe fuera de nosotros (no hay un afuera, nos dicen). ¡Cuántas veces nos hemos querido convencer de que no existen los dioses! Cada día al salir a la calle los pretendemos olvidar, los cambiamos por una concatenación aburrida de objetos: los coches, los semáforos, el tren, la gente, la tienda, la oficina; lúgubres presencias que nos vienen al encuentro cada tediosa y repetitiva jornada. ¿Dónde están los dioses de los antiguos, los de esos griegos que los podían hallar bajo cualquier piedra?

Están aquí, no pueden irse, sus destinos están imbricados con los nuestros, nos necesitan tanto como nosotros a ellos (aunque intenten arrogantemente aparentar que no).
Los dioses son muy variados: Ares el dios de la guerra, que se encarnó en el poderoso Aquiles, el que desafió y mató al valiente Héctor; Afrodita, la diosa del amor, que, bajo el aspecto de la hermosa Helena de Troya, encantó al enamoradizo e inexperto Paris. Los dioses se encarnan porque así se exploran y nos exploran, de la misma forma que nos gusta probarnos ropa, accesorios o pilotar un coche para experimentar las actitudes y respuestas que ellos nos generarán. Así nos descubrimos y crecemos en nuestro autoconocimiento. Y así también ellos, los dioses, nos “pilotan”. A veces lo hacen tímidamente, con un simple toque de heroísmo para el timorato de siempre y casi sin despertar sospechas, o generando una habilidad artística imprevista en alguien muy racional. Otras parece que se envalentonan y deciden descender con todas las de la ley, como pidiendo que les hagamos un espacio abundante en nuestra morada carnal. Y si no notamos su solicitud, nos sorprenden transformándonos en alguien por entero nuevo, un verdadero dios que arrancará por igual admiración y rechazo en los corazones de quienes lo contemplen, tal como lo haría un ser de otro planeta, porque eso es lo que son, alguien por entero diferente, una teofanía.

Contemplarlos es necesario para nosotros, porque nos enseñan en forma encarnada aquello que nos compone, tanto como si pudiésemos ver las entrañas misteriosas de la vida, aquello que la anima pero que se nos mantiene velado.

Un dios se ha encarnado en Maradona, sí, en “el Diego”, el “cabecita negra”; por ello hablaba siempre en tercera persona. Decía de sí mismo: “porque el Diego esto” o “porque el Diego aquello”, así habla quien se siente habitado, conducido, guiado por un daimón, como le sucedió al tal Sócrates que caminaba por el Ágora de Atenas perturbando a la gente que osaba cruzarse con él.
Maradona fue habitado durante años, y contemplarlo nos sanó de muchas cosas, tanto como se sienten sanados aquellos que contemplan a los dioses. No era mérito de él, ya que los dioses nos eligen, pero parece que sus tiempos no son los nuestros y a veces parecen cansarse o tener alguna mejor cosa que hacer, y simplemente se retiran satisfechos de lo que han aprendido y de las vidas que han cambiado al dejarse ver. ¡Ojalá seas de los que pueden verlos!

A lo largo de la historia recordamos a grandes hombres y mujeres cuya nota común era una y solo una: la de ser extraordinarios; y el requisito para serlo no consiste en esforzarse de más, sino en que uno sea elegido para encarnar lo que no puede conseguirse humanamente.

“Caminó entre nosotros”, diremos cuando alguno de estos dioses se haya ido. Nuestra memoria nos lo recordará siempre. Y en la historia ha habido muchos, algunos bondadosos como Jesús o Buda y otros terribles (pero todos dioses); sí, terribles algunos, como Atila el de los Hunos o el terrible Gengis Kan. También está el tramposo Hermes y el oscuro Hades, así como el colérico Poseidón. No nos gusta aceptarlo, pero hay todo tipo de dioses. Quisiéramos que todos sean Afrodita la hermosa y Apolo el brillante, pero no es posible porque la vida es contraste y lo necesita para ser.

Ellos son la sustancia de la que está constituida nuestra psique, nuestra mente. Conocerlos es conocernos. Contemplarlos es un proceso delicado, debemos mirarlos, pero sin caer en fanatismos o adicciones, tanto como no debemos hacerlo al escuchar la novena sinfonía de Beethoven o la flauta mágica de Mozart.

Diego Maradona fue habitado por un dios, yo estimo que pudo ser Hefestos (Vulcano par los romanos), el dios despreciado, arrojado del Olimpo por su fealdad y reivindicado por el propio y extraordinario esfuerzo del pobre herrero (ayudado por las ninfas), quien llegó así a ser el mejor y a casarse con la más bonita, quien como era de preverse, lo engañó.

¡Ay Diego! Cebollita que naciste en la pobreza absoluta de tu “Villa Fiorito” y que nadie hubiera dado nada por ti, y que sin embargo ante la atónita mirada del mundo, con tu escasa estatura y tu cabello extraño te remontaste por los cielos del fútbol como ese “barrilete cósmico” que fuiste hasta llegar a hacer ese “milagro”, esa “mano de Dios” que logró lo imposible: vencer al imperio anglosajón ensoberbecido tras una triunfal guerra en el Atlántico Sur mediante una simple portería en un campo de fútbol. ¿Qué podías ser sino un dios?

Pero los dioses caen en desgracia (como le pasó al poderoso Aquiles el invencible, o a Hefestos cuando su esposa Afrodita lo engañó con Ares). Así te pasó a ti, un día al despertar el dios se había ido, o quizás no, quien sabe; y todo se volvió oscuro, de color Gólgota, como el antiguo judío ante el duro madero y poco a poco se fue desvaneciendo tu gloria (“si es tan grande, que se salve”, decían) hasta apagarse por completo. Pero ¡qué gracia la nuestra que pudimos verte hacer las maravillas aquellas de las que nosotros jamás seríamos capaces! ¡Nos has bendecido Diego!

Pablo Veloso

COLABORADORES Revista Verdemente