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El sentir como guía

234 ILUS MONTSE W

Las personas tendemos a sentir deseo y apego hacia lo placentero y disgusto y rechazo hacia lo doloroso. En los Yogasūtra de Patañjali (2.7-8) se menciona como la pasión sigue al placer y la aversión al dolor. Esto resulta evidente porque así lo experimentamos en nuestra vida.
Sin embargo, ¿se trata de algo puramente instintivo o depende en buena medida de nuestras vivencias y de lo que nos contamos acerca de la realidad? Por ejemplo, acudir a un lugar determinado y estar en contacto con ciertas personas puede causarnos rechazo en unas ocasiones y agrado en otras. O realizar una determinada actividad puede haber sido placentero en un momento de nuestra vida y resultarnos desagradable en otro. Por tanto, lo que consideramos doloroso o placentero puede diferir incluso teniendo el mismo objeto o circunstancia como referente.
La vivencia subjetiva de una situación, lo que pensamos y nos decimos acerca de algo, influye enormemente en nuestra forma de sentir y, a su vez, este sentir, en su forma original, nos da un mundo de información sobre el camino a seguir.
Lo habitual es que nos dejemos arrastrar por lo que sentimos y que lo alimentemos o intentemos reprimir, a través de nuestro diálogo mental: “es que esta persona es tal”, “no debería haberse comportado de esa manera”, “seguro que cuando me vean van a pensar x”, etc.
El “dejarse arrastrar”, por el diálogo mental y por las emociones que este despierta, se produce porque en lugar de observar e indagar en lo que sentimos, huimos con el ruido, la dramatización, la culpabilización del exterior, la racionalización y otros tantos mecanismos por los cuales quedamos a merced de unos sentimientos que parecen sobrepasarnos.
¿Qué ocurre si cuando sentimos disgusto, enfado, celos, envidia, tristeza, incertidumbre, miedo... nos permitimos reconocer lo que estamos sintiendo y escucharlo internamente? No para que desaparezca, sino con la curiosidad de comprender lo que ese sentir quiere decirnos: el “para qué” apareció.
Cito como ejemplo los sentires que nos disgustan porque son los que tendemos a rechazar y negar sin antes escuchar su mensaje de fondo. En el s. XVII el filósofo holandés, Baruch Spinoza, puso de manifiesto que las pasiones como el odio, la ira, la envidia, etc. aparecen por alguna razón “y tienen ciertas propiedades, tan dignas de que las conozcamos como las propiedades de cualquier otra cosa en cuya contemplación nos deleitamos”.
Pues bien, cuando reconocemos lo que sentimos, le otorgamos su lugar y escuchamos su mensaje, podemos descubrir lo que ese sentir quiere de bueno para nosotros, entendiendo por bueno lo que contribuye a la expresión más plena de nuestro ser. Resulta que la ira puede querer que me exprese y sepa poner límites, o los celos pueden estar informándome del miedo a la pérdida y de la inseguridad sobre mi propia valía, pretendiendo imponer un control de lo externo; o la envidia puede estar expresando el anhelo de creatividad y realización que tal vez yo misma estoy castrando en algún punto.
Para dar con la información que contiene el sentir, necesitamos mirar profunda y honestamente hacia dentro, mirar lo que sentimos sin juzgarlo, ubicar en qué parte del cuerpo lo sentimos, observar imparcialmente los sentimientos y si hay algún diálogo que lo esté alimentando, hasta llegar a su forma más pura, la forma original en la que apareció, antes de todo diálogo mental, con la intención de guiarnos hacia la felicidad. Si no podemos evitar enjuiciar lo que sentimos, habrá que observar también cómo aparecen los juicios y qué discurso interno los alienta. El secreto está en observar a fondo todo lo que aparece, sin otra pretensión más que la de ver lo que es tal como es en este momento y en la medida de lo posible comprender lo que pueda ser comprendido.
Llegados a este punto, es necesario aclarar que el hecho de permitirnos no sentir nada no tiene que ver con la expresión explosiva de las emociones, ni las experiencias catárticas fruto de dicha expresión, y menos todavía nos referimos a la posibilidad de herir física o verbalmente a otros seres justificándolo con nuestro “derecho a expresar lo que sentimos”. En absoluto, acoger lo que sentimos no implica dar carta blanca al sentir mediante actos irreflexivos, más al contrario, significa sostener ese sentir y acompañarlo como quien acompaña a un amigo en un momento difícil, hasta que, recogido su mensaje, pueda ser expresado con ecuanimidad y total legitimidad.
Resulta, pues, que lo que sentimos, sea agradable o desagradable, es siempre un indicador de si vamos por “buen camino”, de si aquello que estamos haciendo nos conduce hacia el despliegue de todo nuestro ser o nos aleja de lo más auténtico de nosotros mismos.
Las sabidurías de la antigüedad, tanto en occidente como en oriente, tenían en cuenta aquella parte de nosotros que nos orienta y guía en el camino de la vida. Sócrates lo llamaba el daimon, una especie de divinidad interior. Los estoicos hablaban del regente interno del mismo modo que lo hace el hinduismo utilizando la palabra sánscrita antaryamin.
El antaryamin es la sabiduría que mora en nuestros corazones, lo divino que nos guía en contacto con la totalidad del universo. Esta sabiduría reconoce la unidad subyacente de todo cuanto existe. Todo está interconectado porque todo se sostiene en la misma Conciencia, todo está hecho, en última instancia, de la misma pasta, de la misma energía... Un bonito ejemplo que nos ayuda a comprender mejor en qué consiste este regente interno (antaryamin) es la imagen de una bandada de pájaros, en la que cada pájaro individualmente sigue a los demás pero todos lo hacen regidos por la unidad de la bandada, impelidos por una inteligencia superior que mora en cada uno de ellos y a su vez en la totalidad.
En la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad, después de haber descrito el regente interno como aquel que mora en el interior de cada uno de los elementos que constituyen el universo y los rige sin ser conocido por ellos, se resume así la naturaleza del regente interno:
“Ese es tu verdadero ser, el rector interno, el inmortal, el vidente invisible, el oyente inaudible, el pensante impensable, el conocedor desconocido. No hay ningún otro vidente, sino él. No hay ningún otro oyente, sino él. No hay ningún otro ser pensante sino él. No hay ningún otro cognoscente sino él. Él es tu ser, el rector interno, el inmortal. Todo fuera de él es pura miseria”.
Ese regente interno, siempre nos está guiando, pero no siempre lo escuchamos, no siempre lo creemos ni confiamos en su saber. Volviendo al ejemplo de los pájaros, sería como el pájaro que dijese “pues yo en lugar de volar con todos voy a ir andando”, rechazando así su naturaleza voladora y negando la totalidad de la que forma parte.
Cuando hablamos del sentir como guía, nos referimos a la escucha de esta sabiduría interna, que en ocasiones toma la forma de agradecimiento, alegría y amor, pero también puede tomar la forma de enfado, tristeza, incertidumbre, etc. para devolvernos hacia la alegría última, la del gozo de ser y su pleno despliegue.  

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